Hay otras bebidas que no requieren tanto esfuerzo intelectual. No necesitas ni saber leer para beberte una Coca Cola, y La Casera pega con todo. Quizá de ahí su éxito. Puedes echarle Casera al motor de tu coche y seguirá funcionando. Este consejo está patrocinado por Garaje Rufián.
Por regla general, se tiene la concepción de que el vino, por aquello de que hay que saber distinguir el bueno del barato, es la bebida por excelencia de los snobs, de los relamidos académicos, psicólogos e intelectuales de diverso pelaje. Es para ellos como "The Wire" para los seriéfilos, algo que tienes que consumir aunque te parezca un coñazo cuando tu preferirías ver "Farmacia de Guardia". No hay nada mejor para deslumbrar a una cita que pedir una botella de vino y hacer perder el tiempo al camarero analizándolo para ver si es bueno, aplicando los conocimientos de enología adquiridos en la Tasca Manolo. Es algo que te da una pátina de sofisticación que desaparece cuando chupas la cabeza de los langostinos o te limpias las manos en el mantel.
Esta respetabilidad la otorga el hecho de que el vino sea parte del acervo cultural de Occidente, desde las bacanales griegas hasta la metáfora vitivinícola de la sangre de Cristo, que yo siempre he visto como una excusa de los curas para poder beber sin pecado de por medio. Igual Jesús se refería a la leche de camella pero lo cambiaron en el concilio de Nicea por aquello de añadir alegría a las homilías, y porque a ver quién era el guapo que encontraba a una camella en Irún, por decir un lugar alejado de los desiertos arábigos. También es famoso el hecho de que los vikingos llamaran Vinland, tierra de viñas, al recién descubierto territorio americano por la cantidad de ellas que florecían en el nuevo mundo. Por desgracia, se pillaron una buena curda de regreso a casa y luego no hubo forma de acordarse de cómo volver. Es lo que ocurre con esta bebida, entra tan fácil que luego se te olvida que te has bebido hasta el vinagre de la ensalada, y no eres consciente hasta que no te bajan de la barra del bar mientras lanzas improperios a diestro y siniestro.
Claro que también tiene ventajas. Una que destaca frente a otras bebidas espirituosas es que la puedes hacer tú mismo. Para elaborar cerveza necesitas cultivar lúpulo, un alambique, aditivos varios...; para hacer Coca Cola necesitas robar la fórmula de Fort Knox y más productos químicos que los usados en la Guerra del Golfo. Sin embargo, para fabricar vino solo necesitas una cosa: uvas. El verano pasado, decidí probar a crear mi propia añada con toda la preparación que me daba haber visto "Un paseo por las nubes" catorce veces, por motivos que no vienen ahora al caso, y aprovechando varias decenas de kilos de uva que tenía por ahí.
Con todo, cuando llevaba media hora pisando fruta, sin saber quién estaba más arrugada, si las uvas o yo, salí del barreño para comprobar cuántos litros había obtenido con el sudor de mi frente y de mis pies. Apenas medio litro. Mientras me preguntaba si tendría que hervirlo o flamearlo cuando fermentara, porque yo soy muy limpio pero aquello no me lo iba a beber así, decidí que lo del vino no era para mí. Fui a la cocina y me abrí una Coca Cola para acompañar los langostinos del vermú.
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