Tus primeros pasos son titubeantes, acostumbrándote al firme, sorteando los pequeños obstáculos que perlan el camino. Al principio no levantas la vista, quieres ir sobre seguro. Cuando la confianza aumenta alzas la cabeza; primero tímidamente, poco después con confianza clavas tu mirada en el horizonte prometedor; pisando fuerte sin importar lo que haya bajo tus botas.
El tiempo pasa y lo rutinario del camino empieza a hacer mella en tu ánimo, pero no desistes porque... No lo sabes. Junto a un terreno a medio arar descubres que te dijeron que emprendieras el camino pero se olvidaron del motivo. Sigues caminando en cualquier caso. ¿Qué otra cosa puedes hacer? Los pies empiezan a pesarte, el cuerpo pide que descanses. No lo haces. Sigues caminando. Y entonces, algo distinto aparece en el horizonte, algo que hace que te detengas, te salgas de la carretera y te tumbes bajo la sombra de un pino, pues ahí delante está Peñaflor y hay que subir una cuesta de cojones. Y ya no eres tan joven como para andar tanto sin ser las fiestas del pueblo.
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